lunes, 6 de agosto de 2012

CANTO AL DESIERTO

Y yo digo:¡Desierto!
con la voz orgullosa de quien dice: ¡Montaña!, ¡Selva!, ¡Puerto!
Para enraizar aquí, junto a la arena de lo que fuera río,
tendrá que ser el hombre como planta
que al reto del ambiente se endurece horadando la tierra
en busca de veneros cada vez más profundos donde se esconde el agua;
que acostumbrar la piel a que reciba
la caricia del sol en llamaradas;
que oír la voz del campo, el polvo, el aire,
aquí, donde hasta el logro
de una mínima flor es importante.
 
El desierto es hermoso. Quien lo habita
lleva sus reverberos en el alma.
Más, para comprenderlo, no hay que darle tan sólo una mirada:
hay que impregnar el cuerpo y el espíritu
de su quietud en soledades áridas,
sumirse en el agobio de los años sin lluvia,
hundirse en el misterio de su noche callada,
gozar con el prodigio del huizache florido
o del nupcial penacho de la palma,
con el suave capullo de algodón en el campo
donde se oye al terrón chupar el agua…
¡Triste de quien se marcha del terruño
a cargar su nostalgia!
 
El ocaso derrama sus fulgores espléndidos
escondiendo los montes, desde donde la noche
desliza su ropaje de silencio;
inquietas las chicharras y los grillos inician su concierto
y al reclamo tierno de la torcaz, se acercan los luceros.
¡Las gotas anheladas cristalizan solamente en la ruta de los sueños!
 
Y cuando la garganta del ave pregona el nuevo día,
los cardenales lanzan su saeta del páramo al mezquite,
los chileros saludan a la aurora
y una bandada de garcillas vuela
del cuadro de la alfalfa hacia la sombra.
Un sol enorme y rojo descubre los milagros:
el trigal inclinado al peso de sus oros,
el algodón brindando sus guedejas al viento…
El aire, siempre seco, trae aliento de brasa.
Cae lumbre del sol a plomo sobre el surco
y sobre el hombre recio que sostiene la pala
distribuyendo el líquido precioso que la presa le manda.
¡Quizá más fertilice la semilla
el hilillo constante que chorrea por su espalda!
 
En los yermos sedientos, en terrenos
donde reina el salitre,
entre arenas, breñales calcinados, espinos cenicientos
y horizontes cargados de espejismos,
van las manos del hombre ganando la batalla
que dará pan a muchos.
La llanura dialoga con quien quiere escucharla…
Yo te escucho,
región de vida dura,
surco abierto
donde se han enterrado tantos sueños y tantos sufrimientos,
y donde sólo arraigan los que te aman,
creyentes invencibles del desierto.
 
Adela Ayala